Llegó la hora de bajarte del altar. De romper la burbuja en la que permaneciste en letargo, para envolver de seda mi angustia, para no olvidar tu recuerdo, aunque este me hiciera daño.
Sesenta días después.
Y en este acartonado momento, en que decido abrir los ojos, me bebo una copa de whisky barato, y escojo el más caro, para curar esta herida.
Desalojo el cemento con un azadón, y elijo este día, para romper las figuras de este anticuario, en el que se ha convertido lo que se trataba de amor.
Aunque hoy escueza, derribo la escarcha y el yodo que resbala por mis piernas, apunto maneras y modos, y me libero del pánico a que algo te duela.
Demasiados perdones acumulados, tantos que carecen de sentido, demasiados porque solo uno cuenta, porque solo uno, debería haber valido.
Sesenta días después, sigo esperando el mío.
Y no borro ni mis errores, ni mis defectos, ni los ignoro o elimino, pero me cansé de señores que me apuntan con el dedo, de juicios y opiniones, que siempre fueron paralelos.
Y tú, en tu portal de Belén, donde todo es bondad y sacrificio, construyes un edificio en honor a tu humildad, pero careces del coraje necesario para aceptar el sufrimiento ajeno, y oprimes el vendaje, tratando a tus ojos como si fueran necios.
Sesenta días después, mi espera no espera nada, y asomada a la ventana, entre el refugio y el vacío, contemplo una falta de cortesía, que entre trajes y sastres, perdiste en tu abrigo.
Sesenta día después, cuando el dolor ha menguado un poco, como una luna dormida, tu actitud me sirvió para saltear escollos, para emprender el camino que hoy se fragua, donde habita tu bendita ignorancia, donde no hay culpa, ni ayuda, tan solo tu maldita templanza a la que yo llamo cobardía.
Sesenta días después, es una buena fecha para cerrar el ciclo.
Sesentas días después, se cierra el telón de este absurdo circo.